MI VERDAD.


El día que fui a devolver a Sofía las Polly-Pocket, no podía imaginar todo lo que me ocurriría después. No sabía que me enamoraría de Roberto, y mucho menos, que se terminaría casando con mi hermana, principalmente, porque desconocía que ella existía. 

Me había criado como hija única, en un una casa de bien situada en un barrio colindante al centro de Madrid. Por entonces, hubiera dado lo que fuera por tener una hermana con la que compartir momentos de juego; o los momentos de tensión en casa. Una igual con la que compartir la vida, al fin y al cabo. 

Siempre me había sentido sola y desde el accidente de mis padres ese sentimiento se intensificó. Estuve varios meses sin poder tocar nada de la casa hasta aquella noche, que tuve la necesidad de sentirlos cerca de alguna manera. Me descalcé, abrí los armarios su dormitorio, toqué y olí sus ropas, me puse un camisón de mamá y una corbata de papá, y con ese atuendo abrí las puertas y cajones de todos los muebles. Saqué todo, hasta las cajas guardadas en los altillos. Una de ellas estaba escrita con mi letra: "Recuerdos de Alegría, NO TOCAR". Dentro me esperaban mis tesoros más preciados: mis libros favoritos (Rebeldes, La historia interminable, La vuelta al mundo en ochenta días, y los tebeos de Benito Boniato); un casete de cuentos tradicionales; algunos posters de Take That y muchos de los Back Street Boys; mis peluches favoritos, y por supuesto, las muñecas que decidí devolverle a Sofía. 

Mientras esperaba a que Roberto avisara a Sofía de mi llegada, aún tenía en mi cuerpo la sensación de vergüenza que sentí la noche anterior al verlas. 

Cuando apareció, me fije en que ella tampoco había cambiado mucho, aunque la recordaba más alta de lo que realmente era. Seguía llevando el pelo largo, dejando caer sus ondas rubias sobre los pechos, aunque ahora llevaba la mitad del pelo recogido con un palo, que bien podía ser una varita mágica de las que vendía en la tienda. Debía tener unos cuarenta y cinco años, pero aparentaba diez años menos. En su piel, blanca y tersa, solo se podían apreciar marcadas las arrugas de expresión alrededor de sus ojos azules. Era una mujer corpulenta, pero muy atractiva, tenía aspecto de vikinga. Ahora que lo pienso, no sé como me atreví a robarle nada. 

Pude apreciar su cara de sorpresa al verme:

- ¡Hombre, Alegría, cuánto tiempo! ¿Qué te trae por aquí?

- He venido a devolverte esto.

Abrí la caja y le enseñé las muñecas, cada una en su cofre, con su mundo maravilloso.

- No tienes que devolverme nada, son tuyas.

Se hizo un silencio. Agaché la mirada en dirección a las muñecas y cuando levanté la cabeza, Sofía sonreía y me miraba con ternura. 

- Te las robé todas. 

- Lo sé y tu madre me pagó cada una de ellas, puedes llevártelas de nuevo a casa.

- ¿Lo sabíais?

- Sí.

El sonido de las campanas de la entrada interrumpió la conversación. Me quedé callada, pero por dentro mi mente no paraba de hacer ruido. Me hice mil conjeturas en segundos, no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Había ido a confesar el delito y la policía ya lo sabía y no habían hecho nada. ¿Por qué?

Roberto se apresuró a atender a  Doña Josefina, Fina para las amigas, aunque tenía más de cotilla que de fina. Me gustó mucho el detalle de llevársela a la otra punta del mostrador para que Sofía y yo pudiéramos seguir hablando. Sin embargo, Sofía me dijo:

- Ven, acompáñame a la trastienda, ahí estaremos más tranquilas.

Pasé la puerta que había tras el mostrador y llegué al almacén donde tenían guardados los juguetes que vendían, aquellos que no estaban de exposición ni de prueba. Al fondo se encontraba el despacho de Sofía, donde hacía las tareas administrativas de la tienda. 

- Toma asiento, Alegría, como si estuvieras en tu casa.

Me senté en un banquito de madera. Me llamaba la atención que no solo la tienda parecía un bosque, sino que su despacho también, con el césped artificial en suelo y la mesa, las sillas, los muebles y las estanterías de madera maciza. 

- Si lo sabíais, ¿por qué nunca me dijisteis nada, ni mi madre ni tú? No estuvo bien lo que hice y no fue solo una vez. 

- La primera vez que te vi hacerlo tuve el impulso de llamarte la atención, de amenazarte con decírselo a tu madre, pero algo me frenó. Me pregunté por qué una niña de nueve o diez años, con unos padres de clase media-alta, a la que supuestamente no le faltaría de nada, hacía eso. Me invadió la compasión, así que decidí hablarlo con tu madre primero, para que estuviera atenta a ti por si te pasaba algo y que pudiera tratar lo que fuera que te pasara de la mejor manera posible. 

Me sentí cuidada y pensé que si Sofía hubiera tenido hijos habría sido una buena madre. 

- Gracias... Aún así, no entiendo que mamá no me dijera nada. 

- ¿Por qué lo hacías?

- No sé, supongo que porque me sentía identificada. Por fuera veías un cofre bonito y resistente, pero dentro, vivía solita una muñeca diminuta. 

- ¿Te sentías sola?

- Sí. De cara a la galería mis padres y yo éramos la familia perfecta, una familia de bien, pero en casa la cosa era diferente. A menudo los escuchaba discutir sin que ellos se dieran cuenta, aunque nunca supe el motivo. Cuando estábamos los tres juntos guardaban silencio, pero la tensión se palpaba en el ambiente. Así que, para evitar sentirme incómoda, me pasaba muchas horas metida en mi habitación, jugando con mis muñecas.

- Cuando le dije a tu madre que habías robado una muñeca en la tienda, se puso a llorar. Intenté calmarla diciéndole que no era para tanto, que eran cosas de niños y que hablara contigo, pero no encontraba consuelo en mis palabras. Entre sollozos me dijo: "todo es por nuestra culpa, mía y de su padre". Y me contó el porqué de sus lágrimas. Acordamos que si lo volvías a hacer se lo diría a ella, me lo pagaría y no te diríamos nada a ti. Lo único que tu madre quería era que fueras feliz. 

- Yo hubiera sido feliz viéndolos felices a ellos y divirtiéndonos los tres juntos. 

Sofía suspiró, se giró y de un pequeño cajón del mueble que tenía a su espalda sacó un sobre y me lo dio. Rápidamente reconocí la letra de mi madre. En el reverso ponía: "Para la Alegría de mi vida".

- Ella siempre quiso contártelo, pero tu padre no quería. El año pasado me dio esta carta, me dijo que te la diera llegado el momento. Pensé en dártela en el tanatorio, pero aún estabas en shock, bajo los efectos de los tranquilizantes, así que me la guardé. Creo ahora es el momento. 

Abrí el sobre y comencé a leer:

Querida hija:

El día que llegaste a nuestra vida fuiste la mayor alegría que podíamos tener, por eso te pusimos de nombre Alegría. Cada día que he pasado ejerciendo de madre pata ti han sido los días más felices de mi vida, sobre todo los primeros años, cuando eras tan pequeñita y vulnerable.

Estoy muy orgullosa de ti, de la mujer en la que poco a poco te has ido convirtiendo, pero hay algo que me hace sentir una profunda tristeza, que me pesa cada día más y no sé como decírtelo, por eso te escribo esta carta.

Fuiste una niña muy deseada por los dos y durante meses esperamos tu llegada. Cuando aquella madrugada nos llamó Sor Ana para decirnos que ya habías nacido nos sentimos muy dichosos. La entrega se efectuó al día siguiente, en un bar a las afueras de Madrid, viniendo ella personalmente desde Cádiz junto con el Padre  Ernesto, un cura amigo de tu padre. El fue quién nos habló de que teníamos esta posibilidad de ser padres.

Durante nueve meses fingí estar embarazada. 

Y el día que te cogí entre mis brazos por primera vez prometí cuidarte, amarte y que nunca te faltaría de nada. Le pagamos el resto del dinero al Padre Ernesto y junto contigo, nos entregaron tus papeles de nacimiento. 

Espero que puedas perdonarnos algún día. Cuanto más creces más difícil se me hace guardar este secreto. A veces siento que me voy a volver loca. No puedo continuar fingiendo. No puedo sostener más esta mentira. Lo siento mucho, Alegría. Perdóname, por favor.

Te quiere,
quien siempre se ha sentido tu madre y te ha querido como una hija.

Rebeca De Casas.

Aquel día el mundo se me puso del revés. De un plumazo dejé de saber quién era yo. 


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