¿QUIEN SOY?
Salí corriendo
del despacho de Sofía sin poder decirle nada. El labio inferior y las manos me
temblaban y lo único que quería era salir de allí cuanto antes. Atravesé el
almacén y unas cajas nuevas de Polly Pockets captaron mi atención. Tuve el
impulso de tirarlas al suelo, pero en milésimas de segundo pensé que Sofía no
tenía la culpa de nada. Había sido portadora de malas noticas, a petición de la
que me acababa de enterar que no era mi madre. Al llegar al hall de la tienda,
vi que Roberto seguía atendiendo a Doña Fina, que me echó una mirada de reojo
sin disimular demasiado, mientras me dirigía hacia la puerta. Agaché la cabeza,
apreté fuerte la carta que tenía en mi mano y, arrugándola, me la guardé en el
bolsillo del chaquetón.
Al salir, el
ruido de las campanas me puso nerviosa. Una vez fuera, me quedé parada de pie,
apoyada en la pared de la tienda, sintiéndola tan fría como me había quedado yo
al leer la carta. Tenía la respiración agitada e intenté por unos instantes
calmarme y coger aire. Miré a mi alrededor, asustada, llena de dolor y rabia, y
aunque la calle era la misma y el olor del ambiente era el mismo, me pareció
que todo era distinto. Tuve ganas de vomitar.
Fui todo el
camino a casa con un nudo en la garganta que intentaba deshacer tragando constantemente
saliva. Mis pasos eran firmes y rápidos, tanto, como la prisa que tenía por
soltar la angustia que llevaba conmigo. Con la mirada puesta en el suelo, no
podía dejar de pensar. Intentaba encontrar un razonamiento lógico a lo que me
había sucedido y repasé mentalmente los acontecimientos desde la noche antes:
había encontrado las muñecas y había decidido devolverlas para limpiar un
pasado del que no me sentía orgullosa; me levanté temprano y le llevé las
muñecas a Sofía. A cambio, ella me dio una carta de mi madre en la que me
confiesa que soy adoptada y por lo que da a entender, las condiciones de la
adopción no parecen legales. Y en medio de todo esto, había sentido un flechazo
al ver al ayudante de Sofía, Roberto. Roberto el de los ojos verdes. Roberto el
de la mirada más bonita que jamás había visto. Pero ahora, no podía pensar en
Roberto. Ahora, Roberto, era lo que menos me importaba.
Entré en el
portal de casa y al montarme en el ascensor, me quedé mirándome fijamente en el
espejo. Con la voz entrecortada me pregunté:
- ¿Quién soy
yo?
Rompí a llorar
antes de que me diera tiempo de salir del ascensor. Busqué la llave en el bolso
y abrí la puerta de la casa, que daba directamente al salón. Me quedé parada en
la entrada y eché un vistazo a mi alrededor. Presté atención a las fotografías
familiares que había colgadas en las paredes y cuando fui a soltar las llaves
en la mesa del recibidor, me fijé en un marco de fotos que había estado ahí
desde que tenía uso de razón: era una foto de mi bautizo.
- Toda una vida
de mentira. - dije con la voz temblorosa.
Y como si los
demonios me hubieran poseído, la tiré al suelo con todas mis fuerzas, haciendo
añicos el marco de cristal. Hice lo mismo con el resto de las fotografías y
objetos familiares que decoraban el salón, aquellos que meses antes, quería que
se quedaran tal y como quienes que creía que eran mis padres los habían dejado
antes de morir.
- ¡¡
Mentirosos, que sois unos mentirosos!! - no paraba de gritar mientras tiraba
con rabia al suelo todo lo que me iba encontrando.
Cuando por fin
mis demonios se quedaron satisfechos, me senté en el suelo, encogí mis piernas,
las abracé, y me deshice en lágrimas.
Me quedé
dormida en el suelo, y cuando alrededor de las cinco de la tarde me desperté,
me parecía estar en una pesadilla. No me importó el desorden ni los cristales
rotos. Los miré como si nada tuvieran que ver conmigo. Me levanté aturdida y un
poco desorientada. Fui a la cocina, bebí un poco de agua, y de manera casi
instintiva me fui a mi cuarto, me metí en la cama y me tapé hasta el cuello.
Quería sentirme arropada y dormir. Dormir para siempre.
Serían más o
menos las nueve de la noche cuando el sonido del portero automático me
despertó. No esperaba ninguna visita, así que me asusté. Dudé entre si
levantarme o no para abrir y decidí continuar acostada en la cama, pero
insistían en llamar y por no soportar más el ruido del timbre me levanté,
cabreada, y fui a ver quien era. Descolgué el aparato y la cámara se activó,
dejándome ver por la pantalla quién llamaba: al otro lado, los cálidos ojos de
Roberto miraban hacia la cámara, expectantes. Valiente gilipollas, si
me acaba de conocer. - pensé, volcando toda mi ira en él.
- ¿Alegría?
- ¿sí? - dije entre sorprendida y confundida.
- Alegría, abre, soy Roberto. He venido a ver cómo estabas.
- ¿Qué haces
aquí? ¿Cómo sabes dónde vivo?
- Me lo ha
dicho Sofía. Te he visto salir mal de la tienda y le he preguntado qué te
pasaba. Me ha dicho que te habías llevado una mala noticia y… bueno, que te vendría
bien un amigo en estos momentos. Abre, anda.
- No te conozco
¿vale? Y no quiero ver a nadie. Vete.
- Venga
Alegría, habla conmigo. Sofía me ha dicho que siempre has sido una persona más
bien solitaria. No puedes pasar por esto sola. Dame la oportunidad de
conocerte. Sé que tú también lo has sentido cuando nos hemos visto en la
juguetería...te pase lo que te pase, sé que podremos afrontarlo juntos, déjame
ayudarte.
- No, no
quiero. Quiero estar sola. Hazme el favor de irte y dejarme tranquila. - Le
dije con firmeza.
Vi su cara de
decepción a través de la cámara. En realidad, no quería que se fuera. Había
algo en él que me atraía con fuerza. Ahora que se había soltado el pelo me
parecía más guapo aún que en la tienda. Tenía una media melena lisa y castaña
clara, que endulzaban sus marcados rasgos varoniles. Sus ojos, brillantes como
esmeraldas, destacaban sobre su piel morena. Sin embargo, tenía unos labios
carnosos que eran el complemento perfecto para aquel rostro que tenía ante la
cámara. Lo observé largo rato sin decirle nada.
- Vamos,
Alegría, abre. Sé que estás ahí. - Se atrevió a decir.
Y le
colgué.
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